jueves, 22 de agosto de 2013

Fe de erratas

Versos críticos al hecho de que en México fueron entregados millones de libros con centenares de errores.


Fe de erratas

…para algunas ratas!

Plagados de errores
fueron entregados
libros por millones
en todos los salones.

Cómo es posible
que millones de libros
así se entreguen
a todos los niños.

Con fe de erratas
quieres arreglar
más de un centenar
de errores y justificar
todo lo que gastas.

Funcionaria de la educación
no tienes ni preparación
jodes los niños
de nuestra gran nación.

Dices en los medios
que todos tenemos
algunos errores
y yo me pregunto:
¿por qué no te corren?

Si tu educación
fueron las telenovelas
no se me hace raro
que seas tan pendeja.

No tienen conciencia
del daño que hacen
lo único que quieren
es más, ¡MÁS!
DINERO EN SU CUENTA.

Su mediocridad apesta
y el pueblo contesta:
¡queremos su testa!
¡es todo lo que resta!

Martín Dupá

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martes, 20 de agosto de 2013

Asiento reservado


Apenas inicia tu día
y ya estás hambriento de descanso
tú miserable usuario del metro. En el gesto compungido
se vislumbra tu fracaso
de no tener para ti sólo
todo un auto. Corres, empujas, avientas
para tener tu lugar
pues a ti lo que importa
por siempre es ganar. Chingón tú te sientes
el dueño del mundo
por haberte ganado
un asiento en el metro. Tú no me engañas
tu vida es enana
si no eres capaz
de dar el asiento
a una anciana. Disimulas que vienes dormido
pero lo que tú tienes
es el corazón bien podrido
por no dar el asiento
a la mujer que espera un niño. Asiento reservado
dice el anuncio
pero a ti te vale madres
y en el vienes aplastado. Con libro en mano
te sientes muy intelectual
pero no eres capaz
de despegar el ano. A una chica guapa
cediste el asiento
por una sonrisa de ella
estabas hambriento. Mientras tanto en otro vagón
donde tu madre viajaba
otros la empujaban
y a nadie, a nadie le importaba. Mucho tacuche
pero si tú no te paras
hay un imbécil
en ese estuche. A personas con discapacidad
no te gusta mirar
porque el asiento
no quieres soltar. Pensando…
“este asiento no dejo”
miras al viejo
y… ¡cómo te haces pendejo! Martín Dupá -------------------

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miércoles, 17 de febrero de 2010

Renacuajos - Ensayo

La unidad Infonavit Iztacalco en México DF, donde actualmente viven alrededor de treinta y cinco mil habitantes en poco más de cinco mil viviendas, construidas hace casi cuarenta años, tiene un lago que se secó desde hace ya mucho tiempo y donde ahora han construido un parque que al igual que el lago, ha sido abandonado por las autoridades y vecinos. Este ex-lago fue el escenario de un evento que me hizo reflexionar acerca del lugar que ocupamos en el Universo, qué papel desempeñamos, cuál es el sentido de nuestra existencia y qué estamos haciendo como especie para una mejor calidad de vida y no me refiero al sueño comercial sino a lo que naturalmente como humanos merecemos. Hace ya algunos años cuando vivía cerca de ese lugar acostumbraba correr por las mañanas alrededor del ex-lago. Había muchos que también se ejercitaban en ese espacio, niños en bicicleta, jóvenes y viejos corriendo o haciendo alguna rutina de ejercicio: así era el ambiente por las mañanas cuando iba a correr allí.

Durante la temporada de lluvia en ese lugar, siendo un ex-lago, se hacían grandes encharcamientos que tardaban mucho en secarse, los cuales había que rodear a la hora de trotar. Como tardaban en secarse estos charcos era natural que se crearan allí un pequeño hábitat para renacuajos y otros animales e insectos. Un día, mientras pasaba cerca de uno de estos charcos (el más grande) me llamó la atención que el señor que iba corriendo delante mío no tuviera cuidado de las pequeñas ranas que empezaban a salir del charco dando sus primeros saltos y fuera aplastando algunas de estas. No le dije nada porque yo mismo no me había dado cuenta de todas las ranitas que había aplastado pues ya había dado como tres vueltas al ex-lago y pasado por allí mismo, es más, cuando me di cuenta, el señor ya iba mucho más adelante y tendría que haberle gritado para que me escuchara. Pero fue más fuerte la atención que me requirió el charco, entonces me dio curiosidad ver lo que pasaba allí: en el charco. Desde niño me llamó mucho la atención la metamorfosis de los renacuajos en ranas y recuerdo muy bien cuando los capturaba en botellas de plástico o envases de vidrio para observar todo el proceso, pero nunca pude verlo completo pues se morían o los tiraba mi madre. Fue hasta ese momento y lugar, allí en el ex-lago, donde pude ver mucho más de lo que esperaba.

A la orilla de charco iban saliendo las ranitas que lograban escapar. Por todas partes del charco se veían grupos de renacuajos que rodeaban a otros. Había renacuajos muy grandes que no habían iniciado el proceso de transformación y otros pequeños a los que ya les empezaban crecer sus ancas e iban tomando su aspecto de rana. Los más grandes que no habían tenido ningún cambio se reunían en grandes grupos y atacaban a los pequeños. ¡Se los comían! Me causó en ese momento mucho asombro que se estuvieran devorando a sí mismos. Ha sido más tarde, luego de leer un poco al respecto, cuando me entero de que los renacuajos comúnmente son herbívoros u omnívoros, pero (y esto es lo que pasaba) si las condiciones para la vida son difíciles pueden bien practicar el canibalismo. No obstante fueron otras las observaciones que también me causaron igual o mayor impresión.

Varios de los detalles que observé de esta parte de la vida de los renacuajos en ese charco son un tanto subjetivos, pues intento hacer algunas analogías de la vida y muerte de estos, (en ese charco donde las condiciones de vida eran adversas) con la vida y muerte que experimentamos (debo aclarar que todavía no he muerto, pero si he presenciado la muerte de otros) quienes habitamos en esta urbe, donde sin temor a ser reiterativo: las condiciones de vida son adversas.

Los renacuajos más grandes se agrupaban y era fácil ver en diferentes puntos, a lo largo y ancho del charco a estos renacuajos grandes atacando a los más pequeños (¿no te recuerda la ciudad?), pero que en su mayoría habían empezado a experimentar algún cambio, así es: los que ya empezaban su metamorfosis. Algunos ya tenían ancas pero les seguía colgando la cola. Acá, la vida de nosotros los humanos en la ciudad se experimenta en muchos sentidos como adversa y actuamos tal como si estuviéramos en cautiverio, pero además con escasa oportunidad de obtener lo necesario para la vida y es por eso que así como en el charco los más grandes se tragan a los más pequeños. Aquí los más grandes... Los grandes renacuajos nos rodean para devorarnos y al igual que en el charco escogen a los que se están transformando, porque una vez que el cambio se ha llevado a cabo la pequeña rana saltará fuera del charco, pero los grandes renacuajos no le permitirán de ninguna manera que sea fácil, primero porque necesitan alimentarse y luego porque ellos mismos no han evolucionado, entonces no son capaces de comprender que el crecimiento o cambio los puede sacar del charco y se resisten evitando la metamorfosis. Todo cambio, transformación, crecimiento, etc., es síntoma de evolución y esto a los grandes renacuajos no gusta.

Los pequeños que logran salir del charco ya convertidos en ranas todavía tienen que librar más obstáculos. Saliendo del charco lo más cercano a un buen lugar para ranas está a pocos saltos, pero entre el charco y el gran arbusto que ha crecido a la orilla del ex-lago y hacia donde se dirigen de inmediato las ranas: pasan los corredores aplastando a la mayoría. El escenario es bastante desalentador para todas ellas, no obstante salen y brincan. Muchas quedan embarradas en el suelo y nunca conocen el arbusto y la oportunidad de desarrollarse al máximo queda trunca. Otras regresan al charco, sólo para ser devoradas por los grandes renacuajos.

No supe cómo era la vida en el arbusto para las ranas que lograban llegar, pero imagino que era un buen lugar pues de allí regresó al charco una gran rana. Caminando al final del charco había una pequeña isla de lodo con un poco de pasto y en una de sus orillas había una rana bastante grande, panza arriba y ya muerta que era devorada por los grandes, y también algunos pequeños: renacuajos.

En este gran charco, la gran urbe, hemos creado el hábitat más adverso que puede haber para el desarrollo del ser humano y no obstante, sucede: el desarrollo humano es posible incluso en estas circunstancias adversas. La metamorfosis del individuo se lleva a cabo pese a todos los obstáculos. Pero igual que en el charco los más grandes devoran a los pequeños. Unos llegan a salir y crecen, y regresan y los devoramos.

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Safe Creative #1308205616606

https://www.safecreative.org/work/1308205616606-renacuajos-ensayo

domingo, 4 de enero de 2009

Un payaso sin nariz

Una gorra de ocho gajos de terciopelo negro y corte italiano era algo difícil de conseguir en el barrio donde vivía, pero con un poco de suerte un viernes de tianguis por la mañana en Santa Cruz Meyehualco hay cosas que uno puede encontrar por una ganga, sí; fue en ese tianguis donde  por unos cuantos pesos obtuvo aquella gorra parecida a la que usara Jack Leslie Coogan en la legendaria película “El Chico” de Chaplin: una gorra ideal para un payaso vagabundo.

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Un día después, por la mañana, luego de practicar malabares se sentó a almorzar con su esposa e hija. La gorra ya estaba junto al vestuario que utilizaría. Terminado el almuerzo, vino el ritual del baño que desde siempre consistió en entrar primero a cagar y allí en la taza del baño meditar por largo tiempo; hasta que su esposa golpeaba la puerta y a pesar de ello continuar otros minutos meditando. No había en el mundo mejor lugar para pensar en su vida de payaso, era completamente libre y su creatividad no tenía limites; los mejores chistes y rutinas se le ocurrían allí. Finalmente salió para dejar entrar a su esposa, quién ya había perdido la paciencia. Ella al igual estuvo largo rato, empero, su tiempo allí era utilizado en otra clase de meditaciones. Pensó mucho en el músico que acababa de conocer apenas unos días atrás, le había impresionado con su manera de tocar la guitarra y sobre todo porque era rockero y amaba el blues pero, toda su imaginación se vino abajo cuando su pequeña hija pateó la puerta del baño demandando su turno de meditar. La pequeña estuvo el tiempo suficiente para desesperar a su padre quien ya estaba ansioso por bañarse pero; en aquel palomar nadie se atrevía a molestar las meditaciones de la niña. Al parecer era una cuestión hereditaria que ella también pasara mucho tiempo en el baño. Salió la pequeña y al fin pudo bañarse el padre.

Frente al espejo se preguntó si toda la vida estaría usando la máscara de payaso que acababa de dibujar en su rostro, suspiró y luego de no encontrar respuesta en sí mismo se levanto, no sin antes retocar un detalle en las cejas. Listo el maquillaje, ahora tocaba el turno al vestuario. Negro y blanco, colores poco usados por la mayoría de los payasos pero que a el le gustaban para su personaje, sobre todo por ser vagabundo, así el negro y blanco hacían contraste con la nariz roja y en este día el nuevo elemento: la gorra italiana, que le daba un toque especial. ¡Ah! ¡Que bonito payaso! Salió del palomar y se dirigió al Bosque de Chapultepec donde trabajaba con otros payasos frente al lago.

Allí frente al lago se daban cita todos los fines de semana un grupo de payasos para divertir a los paseantes del bosque, quienes en el camino al zoológico se detenían un rato a ver el show. Fue Chispín el primero en apreciar la nueva gorra de Coco y fue hasta ese momento en que sabría él que se trataba de una gorra italiana pues su amigo sí que sabía de gorras. Estuvo muy contento y al pasar por las monedas que daba la gente, lo hizo con su nueva gorra italiana donde eran depositado el dinero. El duro rayo del sol nunca fue motivo para no presentarse y menos para que la gente no se quedara a un rato de diversión. Lo extraño es que ahora muchos no lo recuerdan. Terminó el día y estuvo bien.

De regreso a casa pensó en lo bueno que sería ir a cenar unos ricos tacos de los que le gustaban tanto a su hija pero, al llegar al palomar lo encontró vacío, vacío, vacío... Todo estaba allí, la mesa, las sillas, las camas, el espejo, el caballito de su hija. Estaba todo y sin embargo, tan vacío, que sintió frío. Su esposa se había ido llevando sólo a la niña consigo. Recordó que no era la primera vez y supo que regresaría pero esa noche no quería dejar de buscarla. Salió del palomar y fue a casa de su suegra, cuando llegó ya era muy tarde. Preguntó si ellas estaban allí aun sabiendo que no. La suegra lo invitó a quedarse pues no podría regresar a esa hora en metro ni en microbús y un taxi sería muy caro. Él no acepto, tenía la esperanza de encontrarlas de regreso y se fue. Decidió que sería bueno caminar, la noche era larga con una llovizna ligera y quería hacer más largo el regreso, después de todo eran poco más de quince kilómetros de distancia.

No hubo que caminar mucho para hacer de aquella una de las noches más largas en su vida. Apenas había andado un par de kilómetros cuando iba caminando frente al deportivo de Coyuya. Pasó frente a un grupo de hombres que estaban fumando marihuana. De momento sintió que lo habían observado mucho y sintió un poco de miedo, así que apresuró sus pasos y fue en ese momento cuando escuchó al grupo de hombres acercarse corriendo y sintió más, mucho más miedo. No volteó y sintió como uno de los hombres lo tomaba del cuello por la espalda al tiempo que otro hombre le enseñaba una navaja y le decía que no los mirara a la cara y otro más le daba una patada en el culo: que no en las nalgas. Todo fue muy rápido. En pocos momentos lo golpearon y le arrebataron zapatos, dinero, chamarra, además, y esto sí que era triste... se llevaron su nariz de payaso y la gorra italiana.

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Gateando y sin atreverse a levantar la vista avanzó unos metros. Cuando ya no escuchó nada y estuvo seguro de que los asaltantes se habían marchado volteó para ver la calle vacía. Se levantó y comenzó el regreso a casa de la suegra. La llovizna continuaba, la calle estaba mojada y llena de charcos. El frío era tanto como cuando sintió la ausencia de su esposa e hija en el palomar. Con los pies empapados, el cuerpo dolorido y el espíritu apachurrado iba de regreso, llorando, llorando, llorando. Un payaso en pena. Un payaso sin nariz. Un payaso que gritaba su desgracia en medio de la noche y la llovizna. Un... un... sí, un payaso sin nariz que perdió su gorra... su gorra italiana.

Martín Dupá






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Lo que se comenta allá, en hi5:


Xiobella dice: 03:00 PM

Gracias por el relato, en verdad me gusto, muy conmovrdor. Feliz año! chao





Я° YunUėN dice: 07:25 PM

Emotivo y dolorosamente irónico. Hermosas imágenes (visuales y literarias).





Martín Dupá dice: 07:58 AM

Amigas, gracias por sus comentarios.

Un abrazo!






luz María dice: 07:01 PM

Muy tierno y conmovedor.Un relato hermoso y a la vez, triste, me gustó. Felicitaciones. Bye.





Cynthia dice: 12:48 PM

esta chido,me gusto!
feliz año!





jueves, 1 de mayo de 2008

Un buen fin de semana, nada de tareas, en la escuela los maestros se habían puesto de acuerdo para que ninguno de ellos encargara trabajos a sus alumnos, al menos eso quise pensar, pero lo más seguro es que haya sido sólo una coincidencia. El maestro de Historia del Teatro era uno de los más exigentes, no se conformaba con simples exposiciones sobre el tema en curso, no, hacía falta investigar a fondo y llevar material extra, cualquier cosa... cualquier detalle que ampliara el conocimiento en algún personaje, por ejemplo si alguien encontraba un nuevo dato sobre la vida de Artaud o si descubría entre líneas un mensaje oculto de Stanislavski o Grotowsky para los futuros actores, este maestro se emocionaba y nos pedía investigar más, escrutar los libros, desmenuzar la trama histórica entretejida por nuestros antepasados teatrales: un apasionado fanático antropólogo teatral. Así iba la vida en aquella escuela; memorizar obras completas, entrenarnos en la improvisación, ejercitarnos para estar listos en escena, en fin, todo para ser actor. No obstante, aquel fin de semana no había trabajo pendiente y tenía todo el tiempo para hacer lo que quisiera.

martes, 22 de abril de 2008

1985

Es curioso como la memoria puede engañarnos, pero para eso están las fechas, las cuentas exactas de los días, esas no engañan y los calendarios de tiempos atrás nos dicen cuando sucedieron las cosas, por ejemplo, hasta hace poco tenía el recuerdo del temblor que ocurrió en 1985 como si en ese año yo hubiera tenido siete años es decir dos menos de los que en realidad tenía y es que allí esta mi acta de nacimiento con fecha de 1976 y me dice los nueve años que en realidad tenía en 1985, sí: es difícil engañar al calendario (ya lo he dicho). El ser humano lleva cierto orden en la cuenta del tiempo, al menos desde que Cristo hizo su aparición en la historia, por supuesto que debe haber baches o inconsistencias y seguramente se han borrado o añadido algunos días a la historia, pero no creo que sea el caso en los años que hubo entre 1976 y 1985.


Tenía nueve años cumplidos cuando el 19 de septiembre de 1985 a las 7:19 de la mañana me encontraba en el baño viendo en el espejo mi rostro recién amanecido para ir a la escuela. Mi madre toco muy fuerte la puerta del baño, salí asustado porque ya estaba sintiendo el estremecimiento de la Tierra. La casa donde vivíamos no fue afectada ni la colonia, si acaso una que otra barda de algún lote baldío se calló. Nosotros vivíamos al oriente de la ciudad en Santa María Aztahuacán; un antiguo pueblo de Iztapalapa. Como muchos saben, ese día se derrumbo gran parte de la ciudad y una de las más afectadas fue el centro, de esto no hablaré tanto: hubo más de 40 mil muertos, 30 mil estructuras caídas, otras 68 mil con daños parciales, en suma: uno de los mayores desastres en la Ciudad de México.


Luego de algunos días, mis padres me llevaron a la zona donde estaban los escombros. Mucha gente había quedado en la calle y ahora vivía en albergues, de todas partes llegaba ayuda para los damnificados, palabra que aprendí muy bien por aquellos días pues no crean que habíamos ido para ayudar a la gente, no, mis padres y yo estábamos allí, como muchos otros, para aprovechar la situación y recoger de entre los escombros todo aquello que pudiera servirnos y no sólo eso sino que además nos hacíamos pasar por damnificados y comíamos en los albergues y nos llevábamos ropa, zapatos y despensa que debería ser para los verdaderos afectados. Sí, junto a mis padres aprendí a ser un ave de rapiña. Mientras tanto, otros luchaban por recuperar lo perdido, lloraban sus muertos, buscaban entre los escombros sus documentos, sus recuerdos, alguna esperanza. El hedor a muerte y la tristeza eran algo común por aquellos días, pero uno se acostumbra. Me daba pena llegar al barrio con los costales llenos de aquellas cosas. Ahora recuerdo que mis padres repartían algunas de esas cosas con gente del barrio y luego íbamos a Chalco (otro barrio), donde tenían un terreno, allí los vecinos vivían con lo mínimo en chozas de cartón y madera, a ellos también les llevamos mucha de esa ropa y zapatos, sin embargo, esto no nos exime de nuestra culpa.


Mis padres ya son viejos, ahora tengo treinta y dos años y hace más de veinte que pasó aquello, pero el recuerdo lo tengo aquí. Duele saber que pudimos haber hecho otras cosas frente al desastre aquel, como ayudar, o por lo menos no haber robado. Con mis padres nunca he tocado el tema, no me atrevo a decirles lo mucho que he llegado a odiarlos por aquello, esto último luego de hacerlo consciente, porque en su momento estuve contento con algunos hallazgos; una autopista que fui recogiendo por partes, recuerdo que removí mucho y me costó bastante trabajo encontrar todas las piezas, sólo faltaron los autos, pero de niño hay cosas que no importan y en lugar de correr autos en esa pista, corría canicas que al fin y al cabo imaginaba como autos de carreras; un muñeco de ventriloquia con el que jugué mucho, pero que además me daba miedo ver por las noches.


Quizá el hallazgo más importante fueron tres libros: Odas Elementales de Pablo Neruda, un Diccionario de Mitología Griega y un Pequeño Larousse ilustrado. Estos libros dispararon mi imaginación, al grado de que muchas de las travesuras que cometí por aquel tiempo las iba atribuyendo a divinidades o personajes mitológicos, por ejemplo, en alguna ocasión prendí fuego a una colcha encima de un tanque de gas, luego de haberla apagado entre los vecinos y mi madre, recibí una buena paliza por aquello y fui encerrado en mi habitación, allí escribí sobre el suceso y claro, mi versión estaba plagada de fantasía, magia y seres mitológicos; Hefesto había encendido aquella colcha para mostrar su poder a este simple mortal en venganza de que había enamorado a su Afrodita.


Neruda influyó en otros aspectos de mi personalidad, copiaba fragmentos de sus poemas, revolvía las palabras y las mezclaba con letras de canciones rancheras, todo eso para hacer cartas de amor a las niñas que me gustaban en la escuela: quienes recibieron esos primeros experimentos literarios me rehuyeron desde entonces.

El temblor de 1985 fue algo terrible y a la vez fascinante, surgieron historias de héroes, de familias que reconstruyeron sus vidas, de personas que sobrevivieron varios días entre los escombros, de edificios que se mantuvieron firmes, de bebés sobrevivientes dentro de incubadoras, de filántropos anónimos. Mi historia no es es una de esas.




Martín Dupa


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Fotografía:









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viernes, 18 de abril de 2008

Aquella mañana caminaba por la acera e iba mirando los rostros de las mujeres que se encontraban recargadas en la pared a lo largo de la calle y quienes esperaban pacientes la llegada de los hombres que las comprarían por un rato. Momentos de placer es lo que se vende en esas calles del antiguo barrio, La Merced. Seguía mi camino en busca de alguien que me gustara para eso, para comprarle unos instantes a su lado tirados en la cama de algún hotel de los que abundan por allí. Caminando, mirando, seleccionando, separando una de otra, «piernas torneadas pero no, aquella parece bien pero su expresión no me gusta, no tampoco —pensaba—, quizá hoy no tengo suerte», y de pronto, allí enfrente al lado de una tienda estaba ella... ella que no me había mirado y a quien yo tampoco conocía.